—Hola, me llamo Blasita y no tengo cuenta en Facebook.
—¡Hola, Blasita!

¿Me veré alguna vez en una reunión de estas?

 

Recuerdo la cara, mezcla de extrañeza, sorpresa y consternación, que ponían mis colegas de docencia en el extranjero cuando me decían cosas como estas:

—¿Que no estás en Facebook? ¿Cómo te las apañas?
—Pero tienes ordenador, ¿no? No entiendo. Entonces ¿cómo es que no estás en Facebook?

Ellos usaban esa red social para, básicamente, mantener diálogos de besugos o colgar fotos de todas y cada una de las cosas que hacían en el día —incluido, por ejemplo, entrar al baño o darse un beso de tornillo con su pareja—. Como mis excusas parecían no servirles, accedí a abrirme una cuenta. En cuanto volví a España me di de baja. Me gusta hablar directamente con la gente; por teléfono o correo electrónico en los casos en los que no me es posible hacerlo en persona. Y vivo tranquila y feliz sin Facebook. Se puede ser una persona sociable y a la vez no ser ni antisocial ni antiredes.

He podido comprobar que algunos miden su valía como personas y la de todo lo que hacen por cuántos me gusta logran con su comentario o su sitio web. Otros buscan el contador de me gusta de una página o comentario antes de leerlos o echar un simple ojo al sitio. Todos ellos viven pendientes de las redes sociales, con la mirada fija en su teléfono tonto, y prefieren, bastantes veces, escribir un mensaje en Facebook o tuitear a levantar la mirada y marcar un número de teléfono o dar dos pasos para acercarse a hablar con la persona.

No se interprete que pienso que las redes sociales son en sí inútiles o odiosas. Por ejemplo, me parece una herramienta excelente para que los profesionales se promocionen y amplíen su red de contactos. Si se quiere mantener contacto con grupos de amigos por este medio, pues también. Como en casi todo en esta vida, creo que la clave está en el uso moderado y responsable y en el respeto para con los que hayan decidido no utilizarlas.