Buenas noches, amigos.

Me tomaré la libertad de publicar aquí un microrrelato que escribí hace muchos años para participar en un concurso que por supuesto perdí. Recuerdo que este concurso tenía muchas limitaciones, como el número máximo de palabras permitidas y también el tema central, que debía tratar sobre asuntos médicos.

Con mis bracitos descarnados, apenas si pude mover unos centímetros la pesada caja, y después de un gran esfuerzo no conseguí más que este cuentito dudoso y un doloroso palpitar de todas las hernias que tengo regadas por el cuerpo como minas de guerra.

Hoy quisiera compartirlo por aquí para que le echen un ojito si así lo desean, que yo les agradeceré muchísimo cada segundo que le regalen a estas cuatro líneas que apenas si conocieron la luz de un sol ilusionado que por supuesto ya se extinguió.

Un fuerte abrazo para todos, y feliz fin de semana.


A corazón abierto.

¡Qué dicha me da estar cerca de Margarita y ver cómo crece un poco más cada día, cómo juega llena de vitalidad, cómo aprende tantas cosas! Es hermosa. Su risa es agua fresca, su mirada es fuego puro, y su mente es tan ágil y graciosa como una gacela. Es imposible que la quiera más de lo que ya la quiero.

No la conocí antes, pero ahora sé que estuvo muy enferma. Para sufrimiento de sus padres, nació con un grave problema en el corazón que la hizo vivir sus primeros años con un sinfín de limitaciones. Apenas si podía levantarse, bajar unas escaleras o ducharse cantando como lo hacen todas las niñas de su edad. Pasaba mucho tiempo en cama, y cada palabra que decía podía ser la última. No se sabía, cuando se acostaba a dormir, si volvería a levantarse al día siguiente, y todos en casa sentían que no valdría la pena vivir sin su sonrisa, sin la alegría de su presencia. La amaban, así como ahora la amo yo, y por eso lloraban tanto por ella y por su destino.

Yo tenía más o menos su edad cuando comencé a sufrir de fiebre y dolores de cabeza. Mis padres no presintieron lo grave de mi enfermedad, y cuando me llevaron al hospital ya tenía muerte cerebral causada por la meningitis. Ella estaba en el mismo hospital, apagándose sin remedio, hasta que un médico piadoso les propuso a mis padres que salvaran a esta niña donándole mi corazón. Ellos aceptaron con gran tristeza, quizá para redimirse ante los ojos de Dios.

Desde aquella operación quedé amarrado a Margarita, para siempre a su lado, adorando su belleza, y sintiéndome infinitamente feliz por saber que dentro de su pecho late mi corazón.